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"Crónicas De Un Pendejo"

Inmaduro y pendejo.

La manera sutil con la que me mandó a la chingada —luego de varios años de una buena relación amisto-amorosa— me dolió en un principio, tanto como no podrían imaginar. Incluso me hizo sentir el pendejo más pendejo sobre la tierra y sus alrededores.

Después de escribirle lo equivalente a tres biblias, describiendo lo maravillosa que era —quizá «es», no sé— lo mucho que la amaba —que quede claro: amaba— que a pesar de todo podría contar conmigo para lo que fuese; otras mil maravillas que decía yo con el corazón y de la manera más sincera; después de sentirme tan absurdo, tan humillado, y sobre todo tan pendejo al ver que no tenía respuesta. Que había sido tan ignorado como se ignora el silencio cuando no se dice nada. Después de todo eso, según yo, llegué a la conclusión de que a aquella jovenzuela le faltaba «madurar».

Entonces me sentí un ser feliz, maduro, y que ella no me merecía. Seguí pensando en lo inmadura que me parecía y me dije: «Pero un día valorarás todo lo que te di, y querrás volver a mí como un perro a pedirme perdón.»

Y bueno, eso jamás pasó.

Pasada la amargura, me preparé un café, también hice otras cosas cotidianas sintiéndome muy autodidacta e independiente, esta vez me dije: «No, mi reina, no te necesito».

Me senté a tomar el café y me puse a leer, después agregué a mi pensar: «Definitivamente no es mujer para un poeta.»

Todavía, según yo, sintiéndome muy maduro, seguí presumiéndome —a mí mismo— mi persona y mis respectivos talentos, habilidades domésticas, autodidactas, artísticas y demás, para seguir creyéndome demasiado para ella; mientras tanto, por dentro —queriendo no queriendo— me llevaba la chingada y aún sentía mucho enojo.

Sin embargo, fumando, bailando, tomando café, escribiendo, leyendo, ella estaba presente en mi pensamiento. En todo momento; hasta cagando pensaba en ella. Y mi dignidad pasaba a ser una depresión momentánea, donde llega la peor nostalgia y se añora «lo que nunca jamás sucedió», bien dice Joaquín Sabina. En ocasiones le lloraba en la ducha, así las lágrimas se mezclaban con el agua y medio se despistaba el llanto para no sentir tan ojete.

Decidí no hablarle más, mas no olvidarla. Y de vez en cuando, hasta ahora y desde entonces, me pongo a pensar en ella. Me doy cuenta que no la he superado, y me llega nuevamente la sensación de ser el más pendejo de los pendejos sobre la tierra y sus alrededores. Sobre todo cuando me doy cuenta que sigo esperando el día en que llegue a pedirme perdón como un perro; luego caigo en cuenta que yo soy como un perro abandonado que espera que su amo regrese algún día y le tire unas croquetas con las cuales el pobre perro se conformará. Y entonces el perro agradecerá moviendo la cola y lamiendo los pies.

Y no sé, a ciencia cierta, quién ha madurado y quién no.


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